Había una vez un joven llamado Leo, que soñaba con ser un gran escritor. Le encantaba leer libros de todo tipo, y se imaginaba que algún día podría publicar sus propias obras y compartir sus ideas con el mundo.

 

Sin embargo, Leo tenía un problema: le daba mucho miedo el fracaso. Temía que sus historias no fueran lo suficientemente buenas, que nadie quisiera leerlas, que recibiera críticas negativas, o que se rieran de él. Por eso, nunca se atrevía a mostrar sus escritos a nadie, ni siquiera a sus amigos o familiares. Los guardaba en un cajón, esperando el momento perfecto para sacarlos a la luz.

 

Un día, Leo conoció a una chica llamada Ana, que también era escritora. Ana era muy diferente a Leo: era valiente, decidida y optimista. No le importaba el fracaso, sino el aprendizaje. Ella escribía todos los días, y compartía sus historias en un blog, en las redes sociales, y en concursos literarios. Recibía tanto elogios como críticas, pero los tomaba como oportunidades para mejorar. Ana disfrutaba mucho de su pasión, y tenía muchos seguidores y admiradores.

 

Leo se enamoró de Ana, y le confesó su sueño de ser escritor. Ana se alegró mucho, y le animó a que le mostrara sus historias. Leo se puso nervioso, y le dijo que no estaban listas, que necesitaban más trabajo, que no eran lo suficientemente originales, que no le gustarían... Ana le dijo que no se preocupara, que ella le daría su opinión sincera y constructiva, y que le ayudaría a mejorar. Leo se sintió tentado, pero al final se negó. Le dio vergüenza, y le pidió que lo entendiera.

 

Ana lo entendió, pero no se rindió. Siguió insistiendo a Leo, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Le decía que confiara en sí mismo, que se arriesgara, que se divirtiera, que se expresara, que se liberara. Le decía que el fracaso no era el final, sino el principio. Le decía que el momento perfecto no existía, que solo había que crearlo. Le decía que ella le apoyaba, que le quería, que le admiraba.

 

Leo se sentía halagado, pero también presionado. No sabía qué hacer. Por un lado, quería complacer a Ana, y cumplir su sueño. Por otro lado, quería protegerse, y evitar el dolor. Estaba dividido entre el amor y el miedo.

 

Un día, Leo tomó una decisión. Se armó de valor, y le dijo a Ana que le mostraría sus historias. Ana se puso muy contenta, y le dijo que estaba orgullosa de él. Leo le entregó un sobre con sus escritos, y le pidió que los leyera con calma, y que le diera su opinión al día siguiente. Ana aceptó, y le dio las gracias. Leo se fue a casa, con el corazón latiendo fuerte.

 

Al día siguiente, Leo fue a ver a Ana, con mucha expectación. Ana le recibió con una sonrisa, y le dijo que había leído sus historias. Leo le preguntó qué le habían parecido. Ana le dijo que le habían parecido... horribles.

 

Leo se quedó helado. No podía creer lo que oía. Le preguntó por qué le decía eso. Ana le dijo que sus historias eran aburridas, predecibles, planas, sin gracia, sin emoción, sin vida. Le dijo que parecían escritas por un robot, no por una persona. Le dijo que no transmitían nada, que no tenían alma, que no tenían sentido.

 

Leo se sintió herido, humillado, traicionado. Le preguntó cómo podía ser tan cruel, tan dura, tan falsa. Le dijo que él le había confiado su sueño, y que ella se lo había destrozado. Le dijo que él le había querido, y que ella se había burlado de él. Le dijo que él le había admirado, y que ella le había decepcionado. Le dijo que se arrepentía de haberle mostrado sus historias, y de haberla conocido. Le dijo que se iba, y que no quería volver a verla.

 

Ana le miró con tristeza, y le dijo que lo sentía mucho, pero que tenía que decirle la verdad. Le dijo que no quería herirlo, sino ayudarlo. Le dijo que no quería burlarse de él, sino motivarlo. Le dijo que no quería decepcionarlo, sino inspirarlo. Le dijo que sus historias eran horribles, pero que podían ser maravillosas. Le dijo que él tenía talento, pero que lo estaba desperdiciando. Le dijo que él tenía potencial, pero que lo estaba ocultando.

 

Ana le explicó que sus historias eran el reflejo de su miedo. Le dijo que él no escribía lo que quería, sino lo que creía que los demás querían. Le dijo que él no escribía con pasión, sino con precaución. Le dijo que él no escribía con libertad, sino con limitación. Le dijo que él no escribía con el corazón, sino con la cabeza.

 

Ana le pidió que cambiara su actitud, que superara su miedo, que se atreviera a ser él mismo. Le dijo que escribiera lo que le saliera del alma, lo que le hiciera feliz, lo que le hiciera vibrar. Le dijo que escribiera con confianza, con ilusión, con diversión. Le dijo que escribiera con amor, con amor por la escritura, y con amor por sí mismo.

 

Ana le tendió la mano, y le dijo que le daba otra oportunidad. Le dijo que le daba un mes para que reescribiera sus historias, y que se las volviera a mostrar. Le dijo que ella estaría ahí para apoyarlo, para aconsejarlo, para animarlo. Le dijo que confiaba en él, que le quería, que le admiraba.

 

Leo se quedó pensativo. No sabía qué hacer. Por un lado, quería aceptar el reto, y mejorar sus historias. Por otro lado, quería rechazar la oferta, y olvidarse de todo. Estaba dividido entre el amor y el miedo.

 

¿Qué harías en su lugar?